18 de diciembre de 2014

Minima Moralia: razón y ética



«En estos tiempos de naufragio y ruina, el único poder que puede fortalecernos es un pensamiento inteligente y claro» ~ Soledad Gallego-Díaz

En su obra «Minima Moralia», el filósofo Theodor Adorno escribió este aforismo [68], en el cual reflexionaba acerca del lenguaje como reflejo de nuestra mentalidad:
«La indignación por las atrocidades cometidas se hace menor cuanto menos parecidos son los afectados al lector normal [...].  
Esto dice tanto del crimen en sí como de los que lo presencian. En los antisemitas quizá el esquema social de la percepción esté configurado de tal modo que no les permite ver a los judíos como hombres. 
La tan oída afirmación de que los salvajes, los negros o los japoneses parecen animales, casi monos, contiene ya la clave del pogromo. Su posibilidad queda ya establecida desde el momento en que el ojo de un animal mortalmente herido da con el hombre.  
El empeño que éste pone en evitar esa mirada ("no es más que un animal") se repite fatalmente en las crueldades infligidas a los hombres, en las que los ejecutores tienen continuamente que persuadirse del "sólo es un animal" porque ni en el caso del animal podían ya creérselo.»
En efecto, calificar a otro ser humano como “animal” —a pesar de que todos los humanos somos de hecho biológicamente animales— significa automáticamente desecharlo a la categoría de víctima permitida, de víctima aceptada. Es una autojustificación para el crimen por parte del propio agresor.

A quienes denominamos como “animales” [los no-humanos] son nuestras víctimas aceptadas: en las granjas, en los mataderos, en los laboratorios y demás centros de explotación y exterminio. La excusa de que “sólo son animales” retumba constantemente para intentar eludir el cuestionamiento moral de lo que estamos haciendo. Esto es la consecuencia del especismo.


Cada día esclavizamos y matamos a millones de ellos para nuestro propio beneficio, sin hacernos conscientes del sufrimiento que les causamos, ignorando que son individuos que sienten y que desean vivir. Estamos todos inmersos en un automatismo perverso que nos conduce a participar cada día en la esclavitud y el asesinato de millones de animales inocentes sin que apenas nos demos cuenta de ello.


Esto es a lo que se refería Hanna Arendt cua
ndo hablaba de «la banalidad del mal»
. Esto es: cuando el mal ya no es juzgado como tal, ya no se advierte, y se integra en nuestros hábitos de vida alegando la excusa de que es algo "normal" o supuestamente"necesario" o "inevitable".

Habitualmente decimos que alguien es racional cuando actúa según las maneras o herramientas más apropiadas para conseguir sus propósitos. Esta idea ha sido difundida por pensadores como David Hume, para quien la razón era una facultad puramente instrumental y de la cual no se podían derivar valores ni juicios morales. Es decir, aunque explotemos a otras personas —aunque cometamos cualquier crimen— se supone que seguiríamos actuando racionalmente, según aquella perspectiva instrumentalista. Esta noción sobre la racionalidad está muy extendida en la actualidad.


Entiendo que en la obra de Adorno lo que se intenta denunciar precisamente es que la razón ha sido subyugada a su aspecto instrumental y se ha despreciado su aspecto normativo. En lo referente a la moral, se ha ignorado que la razón es el fundamento objetivo de la ética. Es por ello que las acusaciones contra el racionalismo y el movimiento ilustrado de haber provocado o favorecido los totalitarismos del siglo XX estarían totalmente desenfocadas. La verdad es justo lo contrario.


Históricamente, en lugar de adoptar la razón como criterio, nuestra cultura siguió fomentando que los prejuicios, el tribalismo, el nacionalismo, la tradición y el autoritarismo fueran los que marcaran las normas a seguir. Eso fue lo que dio lugar a las guerras y genocidios del siglo XX. Los irracionalismos que triunfaban en la primera mitad del siglo XX habían sido precedidos a su vez en el siglo XIX por el movimiento reaccionario contra la Ilustración y contra el legado político de la Revolución Francesa.


Siguiendo a Adorno en este punto, entiendo que las injusticias no fueron el resultado de habernos olvidado de las emociones y los sentimientos o las pasiones, como se suele decir a menudo. La realidad resulta ser a la inversa: por haber dejado que nos dominaran nuestros sentimientos es por lo que perdimos —si es que alguna vez lo tuvimos presente— el sentido moral en nuestra conducta. Todas las ideologías totalitarias apelaban a las emociones como fundamento y rechazaban la razón como criterio objetivo de conducta.


Acerca de la fiabilidad de los sentimientos como criterios de juicio, señalaba Nietzsche: en su libro Aurora:

«Se nos dice que nos dejemos llevar de nuestro corazón o de nuestros sentimientos. Pero resulta que los sentimientos o son algo definitivo ni originario, tras ellos se encuentran juicios y apreciaciones que nos son transmitidas en forma de sentimientos (preferencias, antipatías). La inspiración que surge de un sentimiento es nieta de un juicio (y muchas veces de un juicio falso), y, en cualquier caso, de un juicio que no es nuestro. Dejarnos llevar por nuestros sentimientos equivale a obedecer a nuestro abuelo, a nuestra abuela y a los abuelos de éstos, y no a esos dioses que habitan en nosotros y que son nuestra razón y nuestra experiencia.»
Por esto pienso que se trata de un error creer que los sentimientos, la compasión, o incluso que la empatía por sí sola, puede sustituir o cumplir la función general de la ética basada en la razón. Así como también sería otro error pensar que la inteligencia más desarrollada conduce inevitablemente a adoptar una conducta moral, dado que la inteligencia puede ser usada instrumentalmente para fines inmorales.

Sin embargo, no es menos equivocado creer que una ética racional implique marginar, ignorar o despreciar el aspecto emocional de nuestra personalidad. No es así. La razón simplemente pone a los sentimientos en su lugar apropiado, nos ayuda a distinguir entre ellos y nos proporciona un cauce adecuado para canalizar la energía emocional de forma constructiva, útil y ética.


Los sentimientos no pueden ser un criterio moral porque no son objetivos sino que varían de cada persona y situación. ¿Por qué el sentimiento de una persona va a ser más importante que el de otra? ¿Qué sucede si se contradicen y oponen entre ellos? ¿Cómo sabemos cuál sentimiento sería correcto y cuál no? ¿Por qué la compasión es buena y el sadismo no lo es? Esto sólo podemos determinarlo:


[1] Apelando a un otro sentimiento; lo cual nos devuelve al punto de partida en un bucle infinito sin respuesta.


[2] Apelando a la razón. 


Se da la paradoja de si intentamos razonar para esclarecer esta cuestión entonces !ya partimos de haber aceptado previamente la razón como criterio para determinar la autoridad de la propia razón! Pero si nos basamos sólo en el sentimiento es evidente que echamos a un lado la razón como norma y sólo la usamos de forma instrumental para conseguir nuestros objetivos.


Por tanto, para actuar moralmente necesitamos tanto del sentimiento para motivarnos como de la inteligencia para guiarnos. Es la inteligencia basada en la razón objetiva, en la lógica, y no en la razón instrumental, la que posibilita el conocimiento de la ética.

Ciertamente un mayor nivel de inteligencia tampoco implica ser necesariamente más moral en el sentido de ser más respetuoso con los demás. La inteligencia es una facultad que tiene también un sentido instrumental de todos los animales para conseguir nuestros propósitos. Sin embargo, poseer cierta capacidad de razonamiento abstracto permite comprender principios formales y es una característica necesaria para tener conciencia moral; además de la empatía.

Hay otra idea relacionada que también deduzco directamente del texto de Adorno que citaba al principio. Dice así: si somos honestos respecto de nosotros mismos entonces reconoceremos que el mal, incluso el peor de los males, está a nuestro alcance. Como señala la historiadora Élisabeth Roudinesco:  «la maldad está dentro de cada uno y que dependerá de su educación, identificaciones inconscientes y traumas diversos si es capaz de rebelarse contra ella, superarla o sublimarla o, en caso contrario, cometer crímenes, causar dolor o llevarse por delante todo lo que uno pueda.»


Si nos autoconvencemos de que nosotros nunca haríamos esas cosas terribles que condenamos en la conducta otras personas, eso no evitará que las hagamos. Esto sólo provocará que si algún día incurrimos en ellas nos neguemos a reconocerlas como lo que son, apelando a que nosotros nunca seríamos capaces en absoluto de cometer semejantes actos, a pesar de que la evidencia y la razón indicaran claramente que los estamos llevando a cabo.


Nos autoconvencemos de que nosotros no somos capaces de causar sufrimiento innecesario a animales inocentes; estamos convencido de que nosotros no asesinamos ni torturamos ni oprimimos a los que son más débiles e indefensos que nosotros. No, nosotros no hacemos eso. Pero la verdad es que eso es exactamente lo que estamos haciendo ahora.


Y para intentar excusarnos ahora diremos entonces: "sólo son animales"...



9 de diciembre de 2014

Una reflexión vegana acerca del abandono de animales no humanos



«Ante situaciones poco claras, experimentamos el impulso de hacer algo, cualquier cosa, ayude o no. Después nos sentimos mejor, aunque la situación no haya mejorado.» ~ Rolf Dobelli

En esta entrada quisiera exponer un breve análisis sobre el problema de los abandonos, desde la perspectiva vegana. Al igual que ocurre respecto de otras muchas formas de violencia contra los demás animales, las supuestas soluciones que de forma generalizada se difunden para abordar este problema considero que incurren en varios errores habituales que pretendo señalar aquí.

Existe una espeluznante cartaperiódicamente difundida por las redes sociales, escrita por un voluntario anónimo que trabaja en una perreray en la cual se describen los horrores que padecen los perros abandonados. El mensaje que se lanza en dicho documento es básicamente que el problema está en que los abandonos provocan mucho sufrimiento a los animales que los padecen y como respuesta se proponen remedios como: "no cries o compres mientras haya perros muriendo en las perreras". Es decir, el autor piensa que si no hubiera abandonos entonces no habría problema alguno en que siguiéramos comerciando con las vidas de otros animales. El autor se posiciona a favor de que explotemos a los animales nohumanos, aunque sin duda le preocupa el excesivo sufrimiento que les causamos.

Esa carta es un ejemplo del enfoque predominante que encontramos normalmente en la denuncia sobre la cuestión de los abandonos. En ella no se dice nada en contra de que traigamos al mundo a otros animales para usarlos en nuestro beneficio; no se dice nada acerca del hecho de que comerciemos con sus vidas y los utilicemos como simples medios para nuestros fines. Y no se dice nada sobre esto porque su enfoque es un mero reflejo de la mentalidad especista que predomina en nuestra sociedad y que ve a los demás animales como recursos para beneficio humano. 


Como consecuencia directa de esa mentalidad es por lo que en nuestra sociedad la compraventa de esclavos animales continúa existiendo y es legal. La esclavitud sólo se abolió legalmente en el pasado para los seres humanos. Los demás animales están sometidos a la condición de propiedad. Ellos carecen de derechos jurídicamente reconocidos, se les considera bienes muebles, mercancías, y sus vidas sólo tienen un valor extrínseco y económico que sus propietarios humanos deciden darles.




¿Por qué se producen los abandonos? Por la misma causa que se produce la cría y la compraventa de animales no humanos: nos creemos con derecho a utilizar a los demás animales como objetos para satisfacer nuestras necesidades y deseos.

Cualquier interés que los animales no humanos tengan estará siempre supeditado a los intereses humanos. Cuando queremos ganar dinero entonces los críamos y los vendemos; cuando nos apetece tener compañía entonces los compramos; y cuando ya nos cansamos de ellos simplemente los abandonamos o los matamos.

Por el mismo motivo es que usamos a otros animales para comida, o para ser vestimenta o entretenimiento. No es porque lo necesitemos sino porque discriminamos a los no-humanos simplemente por eso: por no ser humanos. Esto es el especismo.

El error en todo este asunto no se limita al hecho de que los animales no humanos sean esclavizados y luego abandonados por sus propietarios sino que incluye también la manera habitual que tenemos de enfocar el problema: ignoramos la injusticia que es el hecho mismo de que utilicemos a otros animales para nuestros fines y sólo nos preocupamos si nuestros esclavos sufren mucho como consecuencia de la explotación que ejercemos sobre ellos.


Esta perspectiva que se centra de manera exclusiva en el tema del sufrimiento es lo que se conoce como bienestarismo. Esto es, pensar que el único elemento relevante a nivel moral es el bienestar —en el sentido de placer y dolor— y que a los otros animales meramente les importar evitar el sufrimiento. Bajo esta perspectiva son ignorados los otros intereses básicos inherentes a todo ser sintiente, como el interés en continuar existiendo. El bienestarismo también ignora que los demás animales son sujetos, son seres conscientes, y por tanto no es correcto tratarlos como si fueran objetos. Esto es a lo que nos referimos cuando decimos que los demás animales deben ser considerados como personas.

Por otra parte, no olvidemos destacar que dichas campañas hablan exclusivamente de perros y/o gatos, que, aunque son los animales más abandonados—porque son los más utilizados para servir de compañía— no son los únicos. También son víctimas de estas prácticas los cerdos, los hurones, así como reptiles y aves. Aunque estas campañas hablen de "animales" ya sabemos que no se refieren a los animales humanos y también comprobamos que en realidad hablan exclusivamente de perros y/o gatos.


Además de estas campañas específicas contra los abandonos, también se difunden otras medidas que podemos considerar equivocadas como son, por ejemplo, la esterilización forzosa o el proponer leyes de "bienestar animal" que reformen la compraventa de animales esclavizados para compañía. Desde el punto de vista práctico, ninguna de estas medidas conlleva mejora alguna de la situación que supuestamente intentan remediar. Desde el punto de vista ético, se tratan además de acciones que atentan contra los derechos de los animales y su consideración como personas.

Estas supuestas soluciones no son tales sino que son empeoramientos de la situación. Además de ser violaciones de los derechos morales que tienen los animales —su derecho a la integridad física y su derecho a no ser propiedad— no ayudan en la práctica a remediar el problema. Ambas iniciativas sólo consiguen reforzar la idea de que los demás animales son recursos para nuestro beneficio y favorecen que se mantenga su explotación. El "Bienestar Animal" ayuda a mejorar la eficiencia de la explotación animal y a aliviar la conciencia de sus consumidores.

Por otro lado nos encontramos con la propuesta de fomentar las adopciones en lugar de la compra. Esto, a pesar de que sería una acción que no tiene nada de intrínsecamente rechazable por ella misma, resulta que tampoco puede poner fin al problema en modo alguno. La gente en su gran mayoría no escoge, ni va a escoger, la adopción en lugar de la compra porque su motivación no es ayudar a los demás animales sino que es encontrar un esclavo que le sirva de compañía y entretenimiento. Para este fin necesita un "modelo" de animal adaptado a sus gusto personales. Esto algo que la adopción simplemente no puede satisfacer y tampoco debería, dado que la adopción se debe realizar por altruismo y no por egoísmo. Las campañas en favor de la adopción aunque son buenas en su intención tampoco inciden en los factores que provocan el abandono, sino que los ignoran por completo.

Toda la violencia que cometemos contra los demás animales está motivada y permitida por el prejuicio del especismo. Por tanto, si ignoramos la causa del problema nunca solucionaremos sus consecuencias directas. El abandono de animales nohumanos es otro ejemplo más de ello. 


Diferentes animales, diversas formas de explotación.
El mismo especismo.


El fracaso del enfoque bienestarista no sólo es de tipo moral sino también empírico. Las campañas contra el abandono no tienen ningún impacto significativo en este problema.

A pesar de que llevamos muchos años de campañas —por ejemplo: en España ya se veían anuncios al respecto hace 20 años— resulta que estos abandonos no sólo no se reducen sino que en realidad aumentan cada año. 




Las campañas contra los abandonos sólo pretenden actuar sobre los síntomas pero no inciden nada sobre la raíz del problema ni respecto de otras causas adyacentes como es la producción [cría] de animales.

Esto es en esencia el verdadero problema al que nos enfrentamos: comerciamos con las vidas de otros animales igual que en pasado comerciábamos con las vidas de otros humanos. Consideramos que ellos son nuestra propiedad y que existen para satisfacer nuestros deseos y necesidades. Esto es la esclavitud. No importa la especie de la víctima.

Sin embargo, al igual que entendemos que no es justo que se comercie con seres humanos, deberíamos poder comprender que comerciar con los demás animales es igualmente injusto, por las mismas razones. Los animales no humanos tienen el mismo derecho que nosotros a no ser tratados como nuestra propiedad.

Al igual que en el caso de seres humanos, la solución no puede estar en regular esta injusticia. La única solución justa es abolir el estatus de propiedad al que están sometidos los otros animales, tal y como abolimos la esclavitud humana.

En definitiva, el problema no se podrá remediar mientras sigamos considerando a los demás animales como recursos; como seres inferiores que existen para estar sometidos a nuestra voluntad. 

Nada va a cambiar en tanto que continuemos viendo a los no-humanos como instrumentos para nuestros fines. La única forma efectiva de salir de esta situación es el veganismo. Cualquier otra postura diferente simplemente permanecerá inmersa en la misma inercia especista en la que nos encontramos y no evitará la injusticia ni sus consecuencias directas.

30 de noviembre de 2014

Tom Regan: «Ganancias mal adquiridas»



Este ensayo de Tom Regan se trata de un texto ligeramente extenso, pero vale mucho la pena leerlo y prestar atención a su argumentación. El profesor Regan analiza con su acostumbrada pericia el argumento del beneficio aplicado al uso de animales en investigación científica. ¿El simple hecho de que algo nos beneficie ya justifica moralmente que lo hagamos, incluso aunque suponga dañar a otros? Para resolver esta cuestión apela a la noción de valor inherente para explicar por qué razón es incorrecto tratar a los individuos como si fueran herramientas. Esa noción es del todo fundamental para comprender el pensamiento de Regan y la filosofía de los Derechos Animales.
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GANANCIAS MAL ADQUIRIDAS

Tom Regan

1993

LA HISTORIA

A finales de 1981, una periodista de un diario de una gran metrópoli —la llamaremos Karen para proteger su interés en conservar el anonimato— consiguió acceder a unos archivos del gobierno que previamente habían sido considerados material clasificado. Sirviéndose de la Ley de Libertad de Información, Karen indagaba la financiación por parte del gobierno federal de los Estados Unidos de las investigaciones sobre los efectos, a corto y largo plazo, de la exposición a los residuos radioactivos. Con la comprensible sorpresa descubrió, entre los documentos que examinaba, los informes relativos a una serie de experimentos que implicaban la inducción y el tratamiento de trombosis coronarias —ataques al corazón. De no haber sido porque Karen tropezó con estos informes, lo más probable es que esos experimentos, llevados a cabo a lo largo de un período de quince años por un renombrado especialista en cardiología —vamos a llamarle Dr. Ventrículo— con ayuda de fondos federales, habrían permanecido ignorados fuera del círculo de poder e influencia del Dr. Ventrículo.

La sorpresa de Karen pronto se convirtió en trauma e incredulidad. Leyó cómo, caso tras caso, Ventrículo y sus compinches tomaban individuos que por lo demás gozaban de buena salud y que no habían sufrido previamente ninguna enfermedad del corazón y les causaban intencionadamente un fallo cardíaco. Los métodos utilizados para provocar el “ataque” constituían toda una lista de la compra de técnicas experimentales, desde las dosis masivas de estimulantes —la adrenalina era el favorito— hasta el daño eléctrico de la arteria coronaria que, al quedar debilitada, producía la deseada trombosis. Los miembros del equipo de Ventrículo se pusieron entonces manos a la obra para probar la eficacia de diversas drogas desarrolladas con la esperanza de que contribuirían a soportar un segundo “ataque”. La dosificación variaba y se establecieron los acostumbrados grupos de control. La administración de una cierta dosis de determinados fármacos a los “pacientes” resultaba más eficaz en algunos casos que la no administración de medicación o que la aplicación de cantidades menores de las mismas drogas en otros casos. La investigación se detuvo de forma repentina en el otoño de 1981, pero no porque se juzgara que el proyecto era poco prometedor o porque alguien protestara con indignación sobre la ética de estos experimentos. Al igual que otras muchas cosas en el mundo de aquellos años, el proyecto de Ventrículo cayó víctima de la austeridad económica. Sencillamente, no había dinero federal suficiente para atender a la renovación del presupuesto.

Habría que renunciar a todos los instintos del periodista para dejar así el tema. Karen perseveró y, con falsos pretextos, consiguió entrevistar a Ventrículo. Cuando reveló que había tenido acceso al archivo, que conocía en detalle las investigaciones, en gran parte estériles, que se habían prolongado durante quince años, y que la labor de Ventrículo la llenaba de indignación, éste quedó mudo. Pero no por el hecho de que Karen hubiera desenterrado aquel archivo. Ni siquiera porque estaba archivado donde no debía —un “error funcionarial” aseveró el cardiólogo. Lo que le sorprendía a Ventrículo era que alguien pudiera pensar que suscitaba una grave cuestión ética lo que él había hecho. Entre las notas que Karen tomó de su conversación con él, se encuentran los párrafos siguientes:

V: No sé a dónde quiere usted ir a parar. Sin duda sabe usted que las enfermedades del corazón son la primera causa de mortalidad. ¿Cómo puede plantear ningún problema ético el desarrollo de drogas que literalmente prometen salvar vidas?

K: Hay gente que estaría de acuerdo en que el objetivo —salvar vidas— es una finalidad buena y noble, y que sin embargo cuestionaría los medios que se utilizan para alcanzarlo. Estaban sanos hasta que usted les puso las manos encima.

V: Pero es que el progreso médico sencillamente no es posible si esperamos a que enfermen para ver qué medicación sirve de ayuda. Hay demasiadas variables, demasiadas cosas más allá de nuestro control y comprensión, si queremos realizar nuestras investigaciones médicas en un contexto clínico. La historia de la medicina demuestra lo inútil de ese enfoque.

K: Y también he leído, que al terminar el experimento, suponiendo que el “paciente” no haya muerto en él, los que sobrevivían eran por lo visto “sacrificados”. ¿Quiere usted decir que los mataban.

V: Sí, así es. Pero siempre sin causarles dolor, siempre sin dolor. Y el cuerpo se mandaba inmediatamente al laboratorio para realizar nuevas pruebas. No se desperdiciaba nada.

K: Y no le preocupaba a usted. Quiero decir: ¿no se preguntaba usted nunca si no estaba mal lo que hacía? Quiero decir que...

V: [Interrumpiéndola] Señorita, hace usted que parezca que soy una especie de monstruo moral. Trabajo por el bien de la humanidad y he conseguido un pequeño éxito, espero que lo acepte usted. Quienes ponen el grito en el cielo por lo que he estado haciendo lo hacen con buena intención, pero están equivocados. Después de todo, utilizaba animales en mis investigaciones —chimpancés para ser más preciso— y no seres humanos.

LA CUESTIÓN

La historia sobre Karel y el Dr. Ventrículo es solamente eso: una historia, una pequeña pieza literaria. No existen de verdad el Dr. Ventrículo ni Karen. Pero sí que existe un hábito muy extendido de utilizar animales vivos en la investigación científica, en la que se incluyen experimentos como los llevados a cabo por nuestro imaginario Dr. Ventrículo. De modo que esta historia, aunque sus detalles sean imaginarios —ya que se trata, dejémoslo claro, de una creación literaria y no del relato de unos hechos— es una historia en la que se suscita una cuestión. La mayoría de la gente que la lea se sentiría moralmente ofendida si realmente hubiera un Dr. Ventrículo que hiciera investigación coronaria como la descrita en seres humanos que estuvieran sanos. Pero serían muchos menos los que se plantearían un interrogante moral al informarles de investigaciones de este tipo realizadas con animales no humanos: chimpancés o lo que sea. La historia suscita una cuestión; o así lo espero, porque, al cogernos desprevenidos, nos hace patente esa diferencia, la vivifica en nuestra experiencia y, al hacerlo, revela algo sobre nosotros mismos, algo acerca de nuestra constelación de valores. Si pensamos que lo que Ventrículo hacía estaría mal si lo hiciese con seres humanos, pero está perfectamente bien si lo hace con chimpancés, entonces tenemos que creer que existen normas morales diferentes aplicables a la forma en que tratamos a unos y a otros: a los humanos y a los chimpancés. Pero el reconocimiento de esta diferencia, si es que la reconocemos, es solamente el principio, y no el final, de nuestra reflexión moral. Sólo podemos responder al desafío que supone pensar bien desde el punto de vista moral si somos capaces de mencionar una diferencia moralmente pertinente entre los seres humanos y los chimpancés, una diferencia que ilumine de una manera clara, coherente y racionalmente defendible por qué está mal utilizar a seres humanos en investigaciones como las del Dr. Ventrículo y no lo está si se utiliza chimpancés.

Una diferencia evidente es que chimpancés y humanos pertenecen a especies distintas. Es una diferencia, no cabe duda. Pero ¿es una diferencia moralmente pertinente? Supongamos, a modo de argumentación, que una diferencia en la pertenencia a una especie es una diferencia que afecta a nuestro juicio moral. Si es así, y si A y B pertenecen a dos especies distintas, es perfectamente posible que matar a A, o dañarle de cualquier modo, esté mal, mientras uqe no lo está hacer las mismas cosas a B.

Vamos a someter a pruebas esta idea imaginando que el personaje de E.T., de Steven Spielberg, y algunos de sus amigos se presentan en la Tierra. Podemos decir lo que queramos sobre ellos, pero no podemos decir que sean miembros de la especie Homo Sapiens. Ahora bien, si una diferencia de especie fuese una diferencia moralmente pertinente —que afecta a nuestro juicio moral— estaríamos dispuestos a admitir que no es moralmente reprobable matar a E.T. ni a otros miembros de su especie biológica, ni causarles daño –por ejemplo practicando con ellos la caza deportiva-, mientras que sí lo es hacer lo mismo con miembros de nuestra especie, por el hecho de serlo. Pero no se permite la duplicidad de valores. Si el hecho de que ellos pertenezcan a otra especie hace que sea correcto que les matemos o les inflijamos daño, el hecho de que nosotros pertenezcamos a una especie distinta de la suya haría que dejase de estar mal que ellos nos mataran o nos dañaran. “Lo siento amigo —dirían los compatriotas de E.T. antes de apuntarnos o de provocar nuestra crisis cardiaca— pero es que no perteneces a la especie correcta.” Por lo que a nosotros respecta, no podemos quejarnos ni poner ninguna objeción moral si la pertenencia a la especie, además de ser una diferencia biológica, tiene una decisiva importancia moral. Antes de que asintamos a esta idea, deberíamos considerar, en consecuencia, si, en caso de que nos viéramos ante otra poderosa especie de extraterrestres, consideraríamos razonable tratar de moverles mediante la fuerza de la argumentación moral y la persuasión. De ser así, rechazaremos la opinión de que las diferencias de especie, al igual que otras diferencias biológicas —por ejemplo, la de raza o de sexo— constituyen una diferencia moralmente pertinente, del tipo de la que buscábamos aquí. Pero tendremos también que recordar que no se permite la doble moral: aun cuando los chimpancés y los humanos difieren efectivamente en cuanto a la especie a la que unos y otros pertenecen, esa diferencia no es por sí misma moralmente pertinente. Es decir: Ventrículo no podría defender su utilización para las investigaciones que realiza con chimpancés en lugar de realizarlas con seres humanos, basándose en que estos animales pertenecen a una especie distinta de la nuestra.

EL ALMA

Es evidente que hay mucha gente que cree que las diferencias teológicas separan a los humanos de los demás animales. Dios, dicen, nos ha dotado de un alma inmortal. La vida que vivimos en la tierra no es nuestra única vida. Más allá de la tumba hay una vida eterna: para unos, en el cielo, para otros, en el infierno. En cambio, los otros animales no tienen alman. En vista de lo cual tampoco tienen una vida después de la muerte. Ésa, podría aducirse, es la diferencia moralmente pertinente entre ellos y nosotros y por eso, cabría deducir, estaría moralmente mal utilizar a seres humanos en los experimentos de Ventrículo, mientras que no lo está el uso de chimpancés.

Vamos a limitar a tres puntos nuestra argumentación frente a esta postura. En primer lugar, la teología que —muy crudamente— hemos bosquejado no es la única a tener en cuenta para nuestro asentimiento informado. Hay otras teologías —sobre todo las de las regiones orientales y las de muchos pueblos nativos de América— que atribuyen a los animales un alma y una vida después de la muerte. Así, pues, antes de que podamos razonablemente servirnos de esta supuesta diferencia teológica entre los humanos y los demás animales como diferencia moralmente pertinente, habría que defender las convicciones teológicas propias frente a las de otras teologías competidoras. Explorar tales cuestiones es algo que sobrepasa el limitado alcance de este capítulo. Es suficiente, para nuestros fines, que tengamos en cuenta que hay mucho que explorar al respecto.

En segundo lugar, incluso si asumimos que los humanos tienen alma, mientras que otros animales carecen de ella, no existe ninguna conexión lógica evidente entre estos “hechos” y el veredicto según el cual estaría mal hacer con los humanos lo que no está mal hacer con los chimpancés. El tener —o no tener— alma constituye una obvia diferencia respecto a la posibilidad de que el alma de uno siga viviendo. Si los chimpancés carecen de alma, sus posibilidades son nulas. ¿Pero por qué eso hace que esté bien utilizarlos, en esta vida, en los experimentos de Ventrículo? ¿Y por qué el hecho de que nosotros tengamos alma, suponiendo que la tengamos, hace que esté mal utilizarnos, en esta vida, a nosotros? Las preguntas que eluden quienes se apoyan en una supuesta “diferencia teológica” entre los humanos y otros animales como base para juzgar el modo en que puede tratarse a cada especie son muchas más que las que responden.

Tercero y último punto: convertir una teología determinada en patrón con el que se mida lo permisible, y en rigor lo que se apoya con fondos públicos en la sociedad occidental pluralista del siglo XX, es moralmente objetable per se; ofende, como mínimo, al sano principio moral, por no hablar del legal, de la separación de la Iglesia y el Estado. Aún cuando se hubiera demostrado —que no se ha demostrado— que es cierto que los seres humanos poseen un alma de la que los animales carecen, no debería utilizarse como arma para hacer con ella la política pública. En resúmen: no hallaremos la diferencia moral pertienente que estamos buscando si tratamos de encontrarla en el laberinto de las diferentes teologías alternativas.

EL CONSENTIMIENTO

“Los seres humanos pueden dar o no dar su consentimiento informado; los animales, no. Ésa es la diferencia moral pertinente.” Este argumento es con certeza erróneo en un aspecto y lo es también posiblemente en otro. Ciñéndonos en primer lugar al segundo punto, constantemente aumenta la evidencia relativa a las facultades intelectuales de los grandes simios. En gran parte, la atención pública se ha centrado en los informes de estudios relativos a la supuesta capacidad lingüística de estos animales cuando se les enseñan lenguales tales como el ASL, el Lenguaje de Signos Americano para sordos. Washoe, Lana, Nim Chimpski son chimpancés que han alcanzado celebridad internacional. Lo que estos animales pueden llegar a hacer y a enternder es una cuestión controvertida. ¿Tienen los primates la capacidad de entender y usar el lenguaje? Y en su caso, ¿tendrían la capacidad de dar o negar su consentimiento informado? En la actualidad no es posible ofrecer una respuesta definitiva a estas preguntas. Creo bastante probable que estos animales posean la capacidad necesaria. Pero también es posible que no sea así. No resulta fácil hacer alarde de una postura doctrinaria a este respecto.

Dejando de un lado las cuestiones relativas a la capacidad de los chimpancés para dar su consentimiento informado, es obvio, sin embargo, que no es ésta la diferencia moral pertinente que andamos buscando. Supongamos que, además de utilizar chimpancés, Ventrículo utilizase también a algunos seres humanos, pero sólo a personas mentalmente incapaces: personas que, aun cuando tengan preferencias discernibles, son demasiado jóvenes o demasiado viejas, están demasiado débiles o se encuentran demasiado confusas, para dar o negar el consentimiento informado fuese la diferencia moralmente pertinente que buscamos, estaríamos dispuestos a decir que no sería moralmente rechazable que Ventrículo hiciese sus experimentos coronarios con estos seres humanos, mientras que sí lo sería que lo hiciese con seres humanos capaces, es decir, con quienes, en otras palabras, pueden dar o negar su consentimiento informado.

Pero, aun cuando la propia disposición a consentir que alguien le haga algo a uno pueda ser, y con frecuencia lo es, una buena razón para absolver a la otra persona de responsabilidad moral, la incapacidad propia para dar o negar el consentimiento informado se sitúa en un plano moral totalmente distinto. Cuando los colegas de Walter Reed dieron su consentimiento informado para participar en los experimentos sobre la fiebre amarilla, quienes los expusieron a la picadura, potencialmente fatal, del parásito de la fiebre que portan los mosquitos, quedaron absueltos de toda responsabilidad moral por los riegos que los voluntarios habían decidido correr. Y convengamos en que quienes decidieron correr esos riesgos actuaron por encima de la llamada normal del deber. Su actuación es lo que los filósofos llaman un acto supererogatorio. Porque hicieron más de lo que la estricta obligación requiere, con la esperanza y la intención de beneficiar a otros, estos pioneros merecen nuestra estima y nuestro aplauso.

Pero el caso de los humanos incapaces es radicalmente distinto. Dado que estos seres —los niños pequeños y las personas con minusvalías mentales— carecen de la capacidad mental que se requiere, en primer lugar, para tener siguiera obligaciones, es absurdo pensar que puedan actuar supererogatoriamente. No pueden actuar “más allá de la llamada” del deber cuando, como ocurre en su caso, no pueden, para empezar, entender “esa llamada”. Pero aun cuando no puedan prestarse voluntariamente, del modo en que puedan hacerlo los seres humanos mentalmente capaces, pueden ser forzados u obligados a algo en contra de su voluntad, o contrario a sus preferencias conocidas. Hay veces, no cabe duda, en que la intervención coercitiva en su vida está por encima de todo reproche moral, o de hecho es moralmente exigible, como cuando, por ejemplo, obligamos a un niño pequeño a someterse a una punción de la médula espinal para comprobar si sufre meningitis. Pero el espectro de los casos en los que nos está moralmente permitido, o estamos moralmente obligados, a ejercer la fuerza o la coerción sobre humanos incapaces, con el fin de conseguir determinados fines, no es muy amplio en todo caso. Comprende en primer lugar aquellos casos en los que, con motivo justificado, actuamos con la intención de favorecer los intereses de ese ser humano. Y esto no implica licencia alguna, ni cheque en blanco, para forzar u obligar a humanos incapaces a correr el riesgo de un daño grave para que otros, quizá, puedan beneficiarse, al poderse establecer o disminuir los riesgos que estos últimos corren. Tratar los trastornos cardíacos que se den de manera natural en un ser humano incapaz es un imperativo moral, y todo cuanto podamos aprender como consecuencia de ese tratamiento y que sea beneficioso para otros no tiene nada de malo. Sin embargo, provocar intencionadamente un ataque al corazón de un ser humano incapaz, basándose en la posibilidad de que ello pueda beneficiar a otros, está fuera de todo límite. Los humanos incapaces no existen como “recursos médicos” para el resto de nosotros. Moralmente, las investigaciones de Ventrículo deberían condenarse si se practicasen con seres humanos incapaces, sean cuales fueren los beneficios que puedan derivarse para otros. Por mucho y muy real que fuese lo que pudiéramos ganar, serían ganacias mal adquiridas.

Lo que es cierto de los humanos incapaces —esos seres humanos, repitámoslo, que aunque han conocido lo que prefieren, no pueden dar ni negar su consentimiento) lo es asimismo de los chimpancés —y de otros animales como ellos en los aspectos pertinentes, suponiendo, como aquí suponemos que no puedan dar o negar su consentimiento informado. Exactamente igual que en el caso de los humanos mencionados, también en el de estos animales nos está permitido moralmente, y a veces se nos exige, actuar de forma tal que les obliga a correr un riesgo de daño grave, en contra de sus preferencias conocidas, como cuando, por ejemplo, los sometemos a cirugía exploratoria dolorosa. Pero el ámbito de los casos en los que está justificado que utilicemos la fuerza o la coerción sobre ellos está moralmente circunscrito. Primordialmente se trata de promover sus intereses individuales, ya que percibimos qué es lo que va en su interés. Pero no es lícito promover a su costa los intereses colectivos de otros, incluidos los seres humanos. Los chimpancés no son nuestros catadores reales, ni nosotros somos sus reyes. Tratarlos de modo que les hagamos correr un riesgo de daño importante con la posibilidad de aprender nosotros algo útil, algo que pueda beneficiar a otros —!incluidos a otros chimpancés!— algo que simplemente aumentaría nuestra comprensión de la enfermedad, de su tratamiento o su prevención; obligarles a correr un riesgo importante por cualquiera de estas razones, o por todas ellas, es algo que hay que condenar moralmente.

Tratar de evitar esta conclusión en el caso de estos animales mientras que nos aferramos a una conclusión semejante en el caso de los humanos incapaces, resulta tan irracional como tratar de silbar sin usar la boca. Es algo que no puede hacerse. Con el mismo grado de certeza, cuando menos, que podemos afirmar que habría sido moralmente malo que Ventrículo utilizara a seres humanos incapaces en sus experimentos coronarios, podemos también afirmar que habría sido moralmente malo que utilizase chimpancés en su lugar, a pesar de la legalidad de la utilización de animales y de la ilegalidad de la utilización de seres humanos. No cabe duda de que aquí es la ley la que tiene que cambiar, y garantizar a los chimpancés la misma protección que ofrece a los humanos.

EL VALOR DEL INDIVIDUO

Filosóficamente hay un modo de comprobar que nuestras ganancias no han sido mal adquiridas. Requiere que consideremos que los individuos tienen una clase de valor que los distingue: un valor inherente, si queremos darle un nombre. Hay quienes le dan otros nombres, tales como el de valía o dignidad del individuo. Este tipo de valor no es el mismo que atribuimos al hecho de ser felices o de poseer determinadas destrezas. Una persona desdichada no tiene un valor inherente menor —ni menos valía o dignidad— que una persona feliz o afortunada. Es más: el valor inherente al individuo no depende de lo útil que otros le encuentren, ni del aprecio que sientan por él otras personas. Un príncipe y un mendigo, una prostituta y una monja, los que son amados y los que son abandonados, el genio y el niño con discapacidad mental, el artista y el filisteo, el más generoso de los filántropos y el usurero más falto de escrúpulos, todos ellos tienen un valor intrínseco según la filosofía que aquí recomendamos, y todos lo tienen por igual.

Ver de este modo el valor del individuo no es ninguna abstracción vacía. Ante la pregunta “¿qué diferencia supone que consideremos que los individuos tienen un igual valor inherente?” nuestra respuesta será: “¡Toda la diferencia moral del mundo!”. Moralmente estamos obligados siempre a tratar a quienes tienen un valor inherente de forma tal que muestre el debido respeto por esa clase de valor que poseen y que los distingue. Aun cuando no podamos en esta ocasión articular ni defender toda la variedad de obligaciones ligadas a este deber fundamental, podemos observare que no mostramos el debido respeto por quienes tienen dicho valor, en todos aquellos casos en que los tratemos como meros receptáculos de valor, o como si su valor dependiera de su posible utilidad en relación con los intereses de otros, o pudiera reducirse a la misma. Así, pues, en concreto: Ventrículo no estaría actuando como el deber exige —en otras palabras, estaría haciendo algo moralmente malo— si llevase a cabo sus investigaciones coronarias con seres humanos incapaces, sin su consentimiento informado, basándose en que estas investigaciones podrían conducir al desarrollo de fármacos o de técnicas quirúrgicas que beneficiarían a otros. Esto significaría tratar a esos seres humanos como recursos médicos para otros, y aun cuando Ventrículo pudiera hacer una cosa así y no ser castigado por ello, y aun cuando otros pudieran beneficiarse con los resultados, ello no cambiaría la índole del grave mal que habría cometido. Atribuir un valor intrínseco a los seres humanos nos proporciona, así, los suficientes recursos teóricos para fundamentar nuestra postura moral contra el uso de seres humanos capaces, en contra de su voluntad, en experimentos como los de Ventrículo.

¿QUIÉNES TIENEN VALOR INHERENTE?

Si el valor intrínseco pudiera limitarse sin arbitrariedad a los seres humanos capaces, tendríamos que buscar en alguna parte para resolver las cuestiones éticas que implica el uso de otros individuos —por ejemplo de chimpancés— en la investigación médica. Pero el valor intrínseco sólo puede limitarse a los seres humanos capaces recurriendo a una maniobra arbitraria de uno u otro tipo. Una vez que reconocemos que la moralidad sencillamente no tolera la duplicidad de normas, no podemos, salvo arbitrariedad, negar el valor intrínseco, en grado igual, a los seres humanos incapaces y a otros animales tales como los chimpancés. Todos ellos, en suma, poseen este valor, y lo poseen por igual. Considerándolo todo, ésta es la parte esencial de la visión total más adecuada de la moralidad. Moralmente, nadie que posea valor intrínseco puede ser utilizado en experimentos del estilo de los de Ventrículo —experimentos que les hacen correr el riesgo de un daño importante en nombre de los beneficios que se obtendrán para otros, tanto si esos beneficios llegan a ser realidad como si no. A ninguno de estos seres podrá utilizársele en semejantes investigaciones, porque hacerlo significa tratarle como si su valor pudiera reducirse a la posible utilidad relativa a los intereses de otros.

CAUSAR DOLOR Y CAUSAR DAÑO

La prohibición de los experimentos como los de Ventrículo, cuando se realizan con animales como los chimpancés, no puede soslayarse mediante el uso de anestésicos o de otros paliativos para eliminar o reducir el sufrimiento. Siendo igual todo lo demás, causar sufrimiento a un animal es dañarle. Es decir, significa disminuir el bienestar del animal. Pero estos dos conceptos —el de dañar por un lado y el de sufrir por otro—difieren en sentidos importantes. Puede reducirse el bienestar de un individuo con independencia de que se le haga sufrir o no, como cuando, por ejemplo, se reduce a una mujer joven a “vegetal” administrándole sin dolor, mientras duerme, drogas que la van debilitando. Nos estaremos andando con rodeos si negamos que le hemos causado un daño aun cuando no haya sufrido. De modo más general, los daños, entendidos como reducción del bienestar de un individuo, pueden tomar la forma de agresiones —los grandes sufrimientos físicos constituyen el ejemplo más claro de daño de este tipo— o de privaciones —la pérdida prolongada de libertad física es un claro ejemplo de un daño de esta clase. En otras palabras: no todos los daños duelen, del mismo modo que no todos los dolores dañan.

Vista sobre el fondo de estas ideas, una muerte prematura se considera el mayor daño que puede acontecerles a los seres humanos y a los animales como los chimpancés, y constituye el mayor mal para ambos porque es para ellos una privación o pérdida definitiva: la pérdida de la vida misma. Por muy “humanos” —cruel forma de usar la palabra— que sean los medios para matar a los chimpancés, ello no eliminará el daño definitivo que la muerte supone para estos animales. Es cierto que el uso de anestésicos y de otras medidas “humanitarias” hace algo más leve el mal que se les hace cuando se los “sacrifica” en experimentos del estilo de los de Ventrículo. Pero un mal menos no es un bien. Realizar investigaciones que culminan en el “sacrificio” de chimpancés o que hacen correr a éstos, o a otros animales similares, el riesgo de perder la vida, con la esperanza de que podamos aprender algo que beneficie a otros, es algo que debe condenarse moralmente, por muy “humanas” que esas investigaciones puedan ser a otros respectos.

EL CRITERIO DEL VALOR INHERENTE

Falta por preguntarnos, antes de concluir, qué es lo que sirve de base a la posesión del valor inherente. Hay quienes se inclinan por la idea de que la vida misma es un valor inherente. Esta opinión autorizaría que se atribuya valor inherente a los chimpancés, por ejemplo, y podría en consecuencia hallar favor entre algunas personas que se oponen al uso de estos animales como medios para un fin. Pero también autorizaría a que se atribuya valor inherente a todo cuanto vive, con la inclusión, por ejemplo, de las malas hierbas, las bacterias y las células cancerosas. Resulta demasiado poco claro, por decirlo de la manera más suave posible, que tengamos la obligación de tratar a estas cosas con respeto o que pueda darse un claro sentido a la idea de hacerlo.

Resulta mucho más plausible el punto de vista de que los individuos que tienen un valor inherente son los sujetos de una vida, esto es, los sujetos que experimentan una vida en cuyo transcurso les va mejor o peor; los que tienen una vivencia individual de su bienestar, con independencia, como es lógico, de la utilidad que puedan tener en relación con los intereses o el bienestar de otros seres. Los humanos capaces son sujetos de su vida en este sentido. Pero también lo son esos otros humanos incapaces de los que nos hemos ocupado ya. Y otro tanto ocurre con otros muchos animales: los gatos y los perros, los cerdos y las ovejas, los delfines y los lobos, los caballos y las vacas, y —de la manera más conspicua— los chimpancés y otros grandes simios no-humanos. No cabe duda de que es discutible dónde deba trazarse la línea que separa a los animales que son sujetos de una vida y a los que no lo son. Sin embargo, existen abundantes razones para creer que los miembros de las especies de mamíferos poseen una identidad psicológica que perdura en el tiempo, tienen una experiencia vivencial de la vida y disfrutan de un bienestar individual. El sentido común está de parte de que se vea a estos animales de esta manera, y el lenguaje ordinario no tiene que forzarse para referirse a ellos como individuos que experimentan bienestar. Además, el comportamiento de estos animales es coherente con la consideración de sujetos de una vida que les reconocemos, y la teoría de la evolución implica que hay muchas especies cuyos miembros, como los miembros de la especie Homo sapiens, son sujetos que experimentan una vida propia y que gozan de un bienestar individual. En vista de lo cual, tenemos razones muy poderosas para creer, aunque nos falte la prueba concluyente, que estos animales cumplen el criterio de ser sujetos de una vida.

Así pues, si aquellos seres que cumplen este criterio tienen un valor intrínseco, y lo tienen por igual, los chimpancés y otros animales que son sujetos de una vida, y no sólo los seres humanos, tienen este valor y lo tienen en medida ni mayor ni menor que nosotros. Por añadidura, si, como se ha afirmado, el hecho de poseer un valor intrínseco impide moralmente a otros tratar a quienes lo tienen como meros recursos para otros, hay una condena moral que pesa sobre toda la investigación médica como la de Ventrículo, realizada con estos animales en nombre de un posible beneficio para otros. Y no son condenables únicamente aquellos casos en los que los beneficios para otros no se materializan, sino también los casos, si los hubiere, en que exista un auténtico beneficio ajeno. En estos casos, como en otros, el fín no justifica los medios.

Este reconocimiento de la igualdad moral de los humanos, los chimpancés y otros animales que son sujetos de una vida no es algo en relación con lo cual pueda hacerse oídos sordos a las llamadas a favor de una reforma legal. El concepto mismo de justicia legal, tal como se aplica en el trato de los asuntos humanos, surge de la aceptación de la valía, la dignidad o, como preferimos decir aquí, el valor inherente al individuo. Es decir, que los seres humanos concretos, si son tratados con justicia por parte de las leyes y de los tribunales, deben serlo con el respeto que merecen, no en función, por ejemplo, de sus logros, su talento o su riqueza; sino en razón, sencillamente, de la dignidad o el valor que poseen como individuos que son. Dado que los chimpancés —y los demás grandes simios no humanos— tienen un derecho no menor a esa dignidad, nuestro sistema jurídico debe cambiar con el fin de tratar a estos animales con el respeto que merecen.

CONCLUSIÓN

Esta conclusión está probablemente reñida con el juicio que la mayoría de la gente se formaría sobre este tema. Si tuviéramos buenas razones para suponer que la verdad siempre coincide con lo que piensa la mayoría de la gente, tendríamos que ver con aprobación las investigaciones del estilo de las de Ventrículo, realizadas con animales como los chimpancés en nombre de los beneficios para otros. Pero no tenemos razón alguna para creer que la verdad pueda medirse de manera plausible por la opinión de la mayoría, y lo que sabemos de la historia de los prejuicios y del fanatismo habla, poderosa y penosamente, en contra de tal opinión. Sólo la fuerza acumulativa de la argumentación informada, honrada y rigurosa, puede decidir dónde está la verdad, o dónde es más probable que esté, cuando tenemos que estudiar una cuestión moral controvertida.

Quienes se oponen al uso de animales como los chimpancés en investigaciones del estilo de las de Ventrículo, y aceptan la mayor parte de los temas que se proponen aquí, lo hacen no porque piensen que todas esas investigaciones son una pérdida de tiempo y de dinero, ni porque piensen que nunca van a conducir a que otros puedan beneficiarse, sino porque ven en quienes realizan tales experimentos a “monstruos morales”, por decirlo con las palabras de Ventrículo. Quienes entre nosotros condenamos tales investigaciones lo hacemos porque no es posible realizarlas más que al gravoso precio moral de no mostrar el debido respeto por el valor inherente de los animales que se utilizan.

Artículo original en inglés:"Ill-Gotten Gains"

25 de noviembre de 2014

El veganismo se refiere a los animales no humanos




El veganismo se refiere a los animales no humanos

Veganismo significa, desde el punto de vista ético, el rechazo moral a la explotación de los animales no humanos. Así fue definido en su origen por sus fundadores y es la definición que le proporciona su carácter singular. Obviamente, los fundadores del veganismo dicen animales para referirse específicamente a los animales no humanos, al igual que hace el 99% de la población. Aunque no sea estrictamente correcto, desde un punto de vista científico, podemos aceptar ese uso en sentido coloquial.

Quien acepte ese principio es vegano. Obviamente asumir dicho principio requiere llevarlo a la práctica. Y eso es por lo que los veganos, entre otras cosas, no consumimos productos que provengan de la utilización de animales no humanos.

Por tanto, al veganismo como tal no le conciernen los problemas que afecten a los seres humanos. El veganismo es un concepto específico que se refiere a nuestra relación moral con los animales no humanos. Toda persona que respete ese principio es vegano, sin importa cuál sea su actitud o mentalidad respecto a otras cuestiones. Cualquier otra cuestión moral forma parte de otras categorías.

El veganismo significa rechazar la explotación de los animales no humanos. Por eso, cualquier persona que rechace como principio esta explotación es vegano, sin importar cuál sea su relación con los humanos.

Puede ocurrir que alguien sea vegano y no respete a los seres humanos. Sin embargo, esto sería un problema de coherencia con los principios éticos básicos y no es un problema que ataña al veganismo como tal sino a la coherencia ética de la persona en cuestión.

Quizás resulte extraño que alguien vegano pueda ser racista o sexista u homófobo, dado que el veganismo se fundamenta en el principio de igualdad, pero en teoría es perfectamente posible y en la práctica he conocido a algunos veganos con dichos prejuicios. Los veganos pueden tener prejuicios y defectos como el resto de la gente. 

Insisto: el hecho de ser racista —o sexista— es una incoherencia respecto de los principios éticos básicos, no respecto del veganismo como tal.

Por ejemplo: el fascismo y el veganismo son incompatibles éticamente en tanto que parten de fundamentos radicalmente distintos; pero un individuo singular podría asumir ambas teorías a la vez. No es extraño que la gente albergue ideas y creencias contradictorias en su mente. Esto es algo que sucede a diario. Por tanto, un vegano no estaría siendo incoherente con el veganismo al adoptar el fascismo, sino que estaría siendo incoherente respecto de los principios éticos básicos que fundamentan el veganismo como posición específica.

El veganismo forma parte de la ética —es una parte más dentro de ella— pero no equivale ni abarca toda la ética. El solo hecho de que una acción o un producto sea coherente con el veganismo no equivale necesariamente a que sea correcto de acuerdo a la ética puesto que el ámbito de la ética no se limita a la explotación animal.

Quede claro que los veganos por lo general no excluimos a los seres humanos de nuestros consideración moral; ni mucho menos. Pero no concretamente porque seamos veganos sino en tanto partimos de los principios éticos universales: el principio de igualdad y el principio de valor inherente

Esas incoherencias morales seguramente no ocurrirían —o serían menos comunes— si antes del veganismo y de cualquier otra cuestión específica tuviéramos claros los principios éticos básicos que fundamentan la moral. Quizás deberíamos comenzar por esto antes de discutir sobre veganismo.

No hay un nombre particular para esta posición de principios éticos que he señalado porque no es una doctrina inventada sino que sería la única ética objetiva que existe deducida de la lógica. El veganismo sería una doctrina directamente derivada de esos principios.

Ahora bien, no confundamos el veganismo con el simple hecho de no comer animales o de no participar en su consumo.

Sucede hay gente que no es vegana pero que no come animales, o no consume productos de su explotación, porque está "en contra del sufrimiento" pero no porque esté en contra de nuestra dominación sobre los demás animales. Eso no sería veganismo sino bienestarismo. El bienestarismo no se fundamenta en el respeto a la persona y sus derechos sino en la filosofía del utilitarismo, que alberga una teoría moral bien distinta.

El veganismo no discrimina moralmente

Aclaremos también que el veganismo no discrimina entre individuos sino que se centra en una discriminación específica: el especismo —la cosificación sobre los animales que no son humanos.

Aunque el veganismo puede estar fundamentado sobre la igualdad moral de todos los seres sintientes, el veganismo se enfoca específicamente en una violación concreta de ese principio: la opresión especista de los seres humanos sobre los demás animales basada en la creencia de que los animales no humanos son objetos/recursos/medios para los fines humanos. El veganismo es la oposición a esta idea.

Por tanto, es el especismo el que discrimina injustamente entre seres sintientes y es el veganismo quien pone remedio a ese error.

Interpretar erróneamente al veganismo como un fenómeno discriminatorio puede llevar a la pretensión de pretender que el veganismo deba referirse a todas las personas —humanas y no humanas. Esto supone distorsionar su significado original e ignorar la necesidad de planteamientos concretos como respuesta sobre problemas que son concretos. Sin estos planteamientos específicos lo que sucede al final es que esos problemas se ignoran y pasan inadvertidos.

Ese razonamiento erróneo que dice que el veganismo discrimina entre seres sintientes incurre, a mi modo de ver, en una falacia unidimensional, es decir, no distinguir entre niveles. Eso es como no distinguir entre raíces, tronco y ramas. No se distingue entre ética básica [principios morales básicos], ética concreta [principios morales específicos] y ética global [derechos individuales].

La ética, como entidad global, sería metafóricamente como un árbol. No se puede decir que un árbol es un árbol y ya está, y que no acepta distinciones o niveles. Del mismo modo, no es correcto decir que la ética se limita a una causa sin más, ignorando la complejidad del contexto en el que existe la ética.

Nosotros partimos de la base de que hay unos principios éticos universales: esto es la ética básica. Pero vemos que esos principios no se aplican socialmente a los individuos no humanos [ética concreta] sino que ellos son discriminados injustamente, y por eso tratamos de acabar con esta discriminación que está motivada por un prejuicio concreto: el especismo. Nuestro objetivo es que esa discriminación acabe para que finalmente todos los seres sintientes tengan derechos reconocidos: esto sería finalmente la ética global. —los Derechos Animales

El veganismo señala que hay un problema concreto: el especismo. Hay un prejuicio específico que dice que los demás animales son "seres inferiores" y que existen como medios para los fines humanos. A esto lo denominamos antropocentrismo moral. Ante este problema de la dominación humana sobre los demás animales surgió como respuesta el veganismo.

Veganismo es la oposición a esa injusticia concreta. Una oposición fundamentada en los principios éticos universales que se aplican por igual a todos los seres sintientes, sí, pero enfocada en el prejuicio y la opresión especista sobre los demás animales.

El veganismo pretende extender el ámbito de consideración moral

Como vemos, el veganismo no existe en un vacío moral sino que forma parte de una ética básica fundamentada en la igualdad y el respeto por la persona.

El surgimiento del veganismo ya partía de la base previa de reconocer que los seres humanos son personas con derechos, y lo que se pretendía precisamente es ampliar esa consideración moral a los demás animales sintientes. Tal y como expresaba Leslie Cross en 1951 al establecer la definición del veganismo:
«El veganismo es en verdad la afirmación de que en donde haya amor la explotación debe desaparecer. Este pensamiento tiene su continuidad histórica con el movimiento que buscaba la liberar a los esclavos humanos. Al ponerlo en práctica, cualquier error fundamental cometido por el hombre contra los animales debe inmediatamente desaparecer.»
Se podría decir que lo que el veganismo defiende respecto de los animales no humanos sería formalmente equivalente a lo que el feminismo defiende respecto de las mujeres.

Ambos movimientos no discriminan moralmente entre individuos sino que luchan contra una discriminación específica que atenta contra la igualdad para todos los individuos.

El feminismo se enfoca sobre el patriarcado —sobre el machismo— y el veganismo se enfoca sobre la cosificación y opresión sobre los animales no humanos del especismo antropocéntrico. Esos prejuicios [machismo, especismo] sí discriminan injustamente entre individuos. El feminismo y el veganismo buscan precisamente acabar con sendas discriminaciones injustas.

La diferencia entre la ética y el veganismo no es una propiamente una división —puesto que forman parte de la misma entidad— sino una distinción. Es una distinción lógica entre categorías objetivas. Son categorialmente diferentes.

Pretender que "todo debe ser lo mismo" es pretender ir contra la lógica y es tan absurdo como decir que no debemos tener derechos concretados —derecho a la vida, derecho a la integridad física, derecho a no ser propiedad— sino que todos debemos tener exclusivamente un único derecho. Los seres sintientes tenemos varios intereses distintos y por tanto cada uno debe ser protegido por un derecho específico.

Del mismo modo que la ciencia engloba en general todo el conocimiento sobre la naturaleza; la ética engloba todo el conocimiento sobre la moral. Pero es legítimo enfocarnos en una area específica; siempre que lo hagamos respetando los fundamentos básicos y el resto de áreas igualmente legítimas.

Ser químico es centrarse específicamente en la química. Lo que nunca estaría bien es confundir el significado general de la ciencia con el significado específico de la química. Del mismo modo que no está bien tergiversar el significado del veganismo para equipararlo a la ética básica o a la ética general.

Ser vegano es oponerse específicamente en el problema de la opresión especista. Y eso está bien, siempre que no sirva para ignorar el respeto por los humanos en nuestra vida diaria: pues ambas cuestiones son perfectamente compatibles.

Por tanto, la errónea idea de que el veganismo debiera referirse a todos los seres sintientes —y a toda forma de opresión contra ellos— no sería una redefinición o renovación sino una destrucción del veganismo como principio específico. Esa idea reside en un error de base que no distingue entre niveles lógicos o que no entiende la razón por la cual existe el veganismo.

El activismo vegano se refiere a la explotación animal

Retomando la metáfora del árbol expuesta anteriormente, podemos ver que no se puede pasar de la raíz directamente a las ramas para tener un árbol completo. Hay que incluir el tronco. Es decir, para que la ética básica se aplique a todos los seres sintientes, primero hay que concienciar sobre los prejuicios específicos que atentan contra la igualdad moral en su base.

Por eso, el veganismo —al igual que el feminismo, o el laicismo, o el ecologismo— es un movimiento legítimo y necesario; es el rechazo explícito a la opresión especista, a la explotación de los animales no humanos por parte de los seres humanos. Es el desafío a la idea de que los no-humanos son meros recursos para beneficio de los humanos. Esto es el veganismo.

A menudo esta declaración se malinterpreta como que decimos que no es necesario ni importante preocuparnos por el medio ambiente o por salud o por otros problemas morales. Pero no estamos diciendo eso. Lo que estamos diciendo es que el veganismo se refiere exclusivamente al problema de la dominación humana sobre los demás animales. Se trata de un problema concreto que requiere una atención específica. Una persona responsable debería tener conciencia y preocupación por todos los problemas que hay en el mundo, pero uno de esos problemas es precisamente la explotación animal y la razón de ser del veganismo es informar, denunciar y concienciar sobre ese problema con el fin de erradicarlo.

Si estamos de acuerdo en que el veganismo se refiere a los animales no humanos entonces, por coherencia, la educación vegana debería enfocarse en los no-humanos: en nuestra relación moral con los demás animales. No debería enfocarse en todas las personas: humanos y no-humanos. Esto sería trascender del veganismo para ir a la filosofía de Derechos Animales, o tal vez a otra postura distinta.

No obstante, si alguien quiere ignorar estos principios particulares –veganismo, feminismo– e ir directamente sólo a fomentar el respeto por igualdad moral de todas las personas, no tengo objeción moral que alegar, pero como activista me parece un incorrecto planteamiento estratégico por razones psicológicas y pedagógicas.

A diferencia de las campañas especistas y de las campañas monotemáticas, las cuales sí discriminan entre individuos, el veganismo no discrimina moralmente entre individuos ni es fruto del capricho personal, sino que responde a un prejuicio concreto que debe ser enfrentado de forma específica para evitar que nuestra mente lo asuma como algo "natural" o "inevitable".

En medicina, un remedio para diferentes enfermedades puede estar basado en el mismo principio [por ejemplo: la penicilina] pero luego se necesitan añadidos específicos –estreptomicina, eritromicina– para tratar problemas específicos que de otro modo no se podrían curar. Con la ética y el veganismo ocurre una situación análoga.

Educar en el veganismo significa educar a la gente en el respeto hacia los animales no-humanos; en el respeto hacia su valor intrínseco. Pero si lo que pretendemos es educar en el respeto a todo ser sintiente, a toda persona, entonces no estamos hablando de veganismo, estaríamos hablando de Derechos Animales o de la ética en general.

Sin embargo, teniendo en cuenta que los argumentos que sostienen el veganismo son válidos para todos los seres sintientes, la educación vegana influye directamente en una conciencia global de respeto todos los animales sin importar su especie.

¿Quieren ir más allá del veganismo para difundir los Derechos Animales? Si es así, no tengo ninguna objeción moral que hacer al respecto. Pero esto no es lo mismo que promover específicamente el veganismo. Del mismo modo que difundir los Derechos Humanos no es lo mismo que involucrarse en el feminismo. Ir ya directamente a los Derechos Animales no me parece el enfoque correcto en el contexto actual como forma de activismo. Pero, en cualquier caso, lo que no deberíamos hacer es tergiversar los conceptos y los significados de las palabras para adaptarlos a nuestro capricho o conveniencia.

Si alguien quiere enfocar su activismo en favor de todos los derechos de todos los seres sintientes, puede legítimamente hacerlo, pero que no diga, por favor, que eso es veganismo. No. Eso es la ética de Derechos Animales. O quizás no representa los Derechos Animales y es otra doctrina moral distinta. Pero no sería veganismo; porque el veganismo se refiere específicamente a los no-humanos y al prejuicio que dice que ellos son seres inferiores que existen para beneficio humano.

Por último, quisiera aclarar que no todas las personas que se autodenominan veganas comparten esta filosofía. Algunos no asumen una ética de derechos morales, y optan por posicionamientos próximos al utilitarismo o alguna otra ideología consecuencialista similar. Yo no considero el veganismo como entidad aislada sino como una parte de una concepción moral universal. Así, el veganismo como entidad propia sólo tendría sentido dentro de un contexto de una ética de derechos —como equivalente al derecho de los animales no ser tratados como recursos para los humanos— o de lo contrario el término veganismo pierde su idiosincrasia, puesto que en ningún otro sistema de ideas se puede rechazar la explotación de seres sintientes como una cuestión de principio.